lunes, 29 de agosto de 2016

Por qué vuelvo

No fue un adiós corriente. Fue un adiós egoísta, fue un adiós hiriente. Fue un “ahí te quedas, mi misión aquí ha terminado”. Fue un “voy a coger ese avión que tú no puedes tomar”. Ni siquiera fue un adiós, fue una patada en la cara.

Ahora mi cuerpo está en España pero mi cabeza en Atenas, en la plaza Victoria, en la segunda escuela, en el hospital, en el hotel Oniro, en el metro y en la tienda en la que comprábamos el desayuno cada día. Pasan las horas y solamente pienso en lo que estaría haciendo allí, en lo que todos ellos y ellas estarán haciendo allí, en sus rutinas infernales, en el aburrimiento por la espera que les consume, en su sufrimiento.

Pero no estoy allí.

Estoy aquí, averiguando la manera de recurrir a vacíos legales mediante los cuales puedan ser algo más felices. Estoy moviéndome más que nunca por su felicidad y no por la mía, como hasta ahora había hecho. Porque una vez has sido parte de ellos, estás perdido. La alegría tiene otro color, es mucho más fácil de encontrar, aprendes a disfrutarla en cada mota de polvo. Pero también la tristeza, la impotencia y la rabia son más fuertes. Y por ello es imposible olvidar y retomar mi camino.

Esta es la razón por la que vuelvo. Porque es el momento de hacerlo. Porque puedo ayudar en algo. Porque las ganas de cambiar el mundo que corren por mis venas no pueden ser malgastadas. Porque con levantar del suelo la vida de una sola persona ya habrá valido la pena. Porque estoy cansada de comentarios paternalistas, de la resignación de muchas personas ante la posibilidad de ayudar. Estoy harta de que me digan que yo sola no voy a poder hacer nada. Joder, ¡pues únete a mí! Estoy cansada de los ojalá y los sipudieraloharía que no llevan a ningún sitio. Estoy cansada de la gente con los pies en el suelo, de los pesimistas y los acomodados. Estoy harta de que me halaguen y me llamen valiente por hacer lo que hago. Valientes son todos ellos, simplemente por seguir vivos dejando atrás la guerra. Y cobardes son el resto, por participar con su pasividad en la injusticia.

Vuelvo porque así quiero hacerlo. Aunque solo sea por callarle a boca a más de uno. O por luchar de la mejor manera que sé contra la estupidez humana.


domingo, 21 de agosto de 2016

Historias para no dormir

Siempre he sentido debilidad por las personas rotas, por las heridas y grietas, porque, incluso allí, crecen flores.

Se sentó a nuestro lado. Sus movimientos eran rápidos y bruscos, como un tornado. Su ojos dos océanos color indefinido, entre marrón y gris. Profundos como dos agujeros sin fondo. Posó su mirada fija y perdida en mí. Hablaba rápido. 22 años y casi las mismas heridas en su cuerpo. Cogió mi mano y me hizo tocar cada una de ellas. Cicatrices superficiales, un brazo vacío de piel y músculos, una mano inútil, una bala en el pecho. Toqué cada una de ellas con mis cinco sentidos, como si las besara.

No podía dejar de preguntarme a mí misma qué tenía ese chico en la cabeza, cuántos recuerdos y cuántas emociones juntas se entrecruzaban en su mente. Después me enteré de que sufría ataques epilépticos, no me extrañó, pues lo que él había vivido era verdaderamente insoportable.

Al empezar la guerra en Siria se alistó en el Ejército Libre. Sus únicos amigos de verdad fueron sus compañeros. El dinero que les pagaban se lo daban a la gente que lo necesitaba. Después trabajaban para poder comer. Fue herido múltiples veces e ingresado en un hospital en Jordania. Allí conoció a una mujer iraquí de la que se enamoró. Acordó venir a Europa con ella pero llegado el momento ella no apareció porque tuvo problemas en las fronteras de Turquía.

“En el 2008 perdí la comunicación con mi familia y en el 2014 perdí a la mujer a la que quería y mi mano; ya no me queda nada más que perder”. Se equivocaba, todavía quedaba mucho que perder.

Había enterrado ya a cinco amigos suyos, otros tres fueron detenidos y del resto no sabía nada. La ira que tenía acumulada dentro no podía medirse. “Antes de irme he habría gustado degollar a cuatro personas, pero solo pude matar a una de ellas”. Un día se juntaron unos cuantos compañeros, fueron a buscar a esta persona y la metieron en un coche, la llevaron a su casa. Le ataron de pies y manos frente a su propia mujer e hijo pequeño. La mujer les suplicaba que le perdonasen, a lo que él respondió que había hecho tanto mal que era imposible perdonarle. Le mataron allí mismo. “Cuando enterraba a gente inocente, la sangre no tenía olor; sin embargo al matar ese hombre toda la casa apestaba; su alma estaba tan sucia que incluso su sangre olía mal”.

Era tan solo un niño cuando su vida dejó de llamarse vida. “Mi corazón está negro y aunque alguien intente ayudarme siempre estará negro” Un adulto prematuro en un cuerpo envejecido a la fuerza. Un ser humano sin esperanzas, sin nada que tire de él hacia delante. Le ofrecí una cuerda para salir del pozo, a pesar de ser incapaz de entenderle, a pesar de no tener ni idea de cómo hacerlo. Y la aceptó. Porque nadie antes le había lanzado una cuerda después de saber lo que yo sabía. 

Me abrazó como nadie antes me había abrazado. Fuerte, con un solo brazo. Con su cara húmeda en mi cuello. “Your heart beautiful” Me dijo con su poco inglés. Y mi pecho latiendo de rabia por dentro. ¿Por qué la vida era tan injusta?

Esto es tan solo un resumen de un caso real. Tan real como que ahora mismo estás leyendo mis palabras y tan real como que al mismo tiempo están muriendo miles de personas en la otra mitad del planeta.


miércoles, 17 de agosto de 2016

Un mar de sufrimiento al que lanzarse

Hoy me duele el pecho. Y siento que la cabeza me va a estallar. Al tercer día ya pasé a ser La Psicóloga (con mayúsculas, porque me temo que soy la única). Me duele la impotencia de la situación, el no poder solucionar sus mayores preocupaciones, como la maldita burocracia para conseguir un permiso de 6 meses o las citas de las entrevistas para la reunificación familiar. Me duele darme cuenta de que muchas veces la única solución es el contrabando, y que ellos lo prefieren, aunque con ello estén arriesgando sus vidas. Me duele ver cómo se consumen en su pasado, cómo lloran, cómo se pudren por dentro mientras esperan que todo mejore. 

Me destrozan sus sonrisas de ojos siempre tristes y sus cicatrices, por fuera pero también por dentro. “Si alguna vez te contara todo lo que llevo dentro, no podrías soportarlo, caerías en depresión”, me dijo un chaval de 22 años (¡mi edad!) durante una sesión. Por supuesto, acepté el reto. Un chaval de 22 años, con casi las mismas heridas por todo el cuerpo, incluyendo una bala en el pecho y un antebrazo casi amputado. Una mirada indescriptible, y cuando digo indescriptible no exagero. Una mirada que dice tanto y tan poco a la vez. Un mar de sufrimiento al que lanzarse. Una actitud desesperanzada: “ya no tengo nada que perder, porque ya lo he perdido todo”. Un chaval en un pozo negro y una psicóloga inexperta que desde arriba le lanza una cuerda. Si tan solo pudiese aportar un rayito de luz a su vida, sería la persona más feliz del mundo, pero ¿cómo voy yo, desde mi ignorancia, a hacerle ver que la vida es maravillosa y que tiene que abrazarse a ella con todas sus fuerzas?

“Muchas veces lloro recordando mi país, otras veces lloro por dentro para que mis hijos no se enteren. Yo puedo soportarlo, aunque me cueste, pero ellos no podrían”, me dijo una mujer de 40 años, que aparenta 60. Su marido y su hijo mayor están en Alemania. Ella a cargo de una familia que no funciona: un hijo adolescente que no está preparado para ser el hombre, una hija adolescente enamorada de alguien a quién no aceptan, un niño perdido. Gritos, golpes, lágrimas. Todo ello en un momento de sus vidas que ya es de por sí insoportable. El tiempo pasa lento en la tienda de campaña en la que duermen cada día, esperando noticias nuevas que no llegan. La tensión aumenta. Los recuerdos no se marchan. 

Sin embargo sonríen. Me agradecen tan fuerte que apenas puedo creérmelo. Un abrazo interminable que casi me deja sin respiración. Un sutil pero intenso gesto de agarrarme la mano. Una mirada brillante, como nunca las había visto, que interpreto como un “gracias, simplemente por escucharme sin juzgar”. Solamente por eso sé que vale la pena estar aquí, aunque llegue a casa cada noche con un nudo en la garganta, aunque cada paso que de aparezcan 5 personas más que quieren hablar conmigo. Aunque ni siquiera sepa si mañana van a estar aquí o se habrán marchado.

Vale la pena.

sábado, 13 de agosto de 2016

Luchemos

Ocho horas. Ocho horas desde que hemos pisado suelo griego hasta que se nos ha clavado una espinita en el corazón.

Memo y Aekeed. 24 y 25 años. 34 y 35 en apariencia. Siria. Dolor. 

No es solo por sus historias repletas de pérdidas, riesgos, viajes, indecisión, sufrimiento, es por sus rostros. La manera en la que ríen. La alegría, efímera para muchos de nosotros y estrictamente necesaria para ellos. La resiliencia sin opción. La indiferencia al hablar de muerte. Las ganas de vivir.

La humanidad más humana que haya visto nunca.

Supongo que sentir es bonito en su justa medida. Que aprender a fluir en cada emoción hasta que esta pasa es útil siempre y cuando no se sobre pase el límite de lo insufrible. 

Hoy he aprendido dos cosas: 1- que el dolor nos hace de piedra. Y 2- que solo sabiendo ser de piedra se puede ser realmente humano.

Memo y Amed. No nos han contado ni una milésima parte de su vida, pero ha bastado para hacernos una milésima parte de la idea de su fortaleza. Qué importa si duermen en el suelo, qué importa no saber dónde estarán mañana, qué importa nada, después de sus desventuras. Y sin embargo se han preocupado por nosotras y han intentado protegernos de otros que “no eran buenos”.

Entiendo que cada persona es un mundo, dadas sus circunstancias, que algunos aprenden a ser buenos y otros a ser malos y que hay que ser prudente. Ellos hoy nos han demostrado que se puede ser humilde y empático a pesar de las propias heridas.

Pido que esto que siento ahora no se acabe, que no me acostumbre a historias similares. Que nadie lo haga o nuestra misión habrá sido en vano. Que no quede en un mero “pobrecitos” sino en un “estoy harto, luchemos”. Pido – os pido – que no ignoréis la rabia y que, entre todos, sepamos unirnos para terminar con esto.


viernes, 12 de agosto de 2016

Boom boom

Algo retumba en el pecho. Como un gigante que da golpes por salir.

El calor abrasador del sol y la humedad nos dan la bienvenida a esta ciudad de grafitis y letras raras. Después de haber intentado descansar un rato aparece el gigante. No puedo esperar, la impaciencia me domina. Aprieto los dientes y abro bien los ojos al asomarme a la ventana. El sol se pondrá en pocas horas pero tengo la sensación de que el día aun tiene mucho que darme. 

Siento el cosquilleo de antes de un beso y el entusiasmo de un regalo por sorpresa. La vida es un regalo. Si la sabes decorar y ponerle lazos. 

Empieza la aventura.

Otra nueva.

Respiro profundamente, con el abdomen y con cada uno de los poros de mi piel. Quiero empaparme de cada pequeño detalle. No dejarme nada por hacer. Ya tengo preparada la libreta y la pluma. Para plasmar como yo sé cada sentimiento indefinido y ponerle letras, que no nombre. 

De nuevo Wanderlust. Para hacerme despertar, volar una vez más y al mismo tiempo acercarme a suelo.

Descalza.

viernes, 5 de agosto de 2016

Estrellas

Corren las agujas.

Ayer nos enteramos de que la noche en que partimos no lo haremos solas, sino con las Perseidas de cada agosto, esta vez multiplicadas por cinco. Qué bonita metáfora. Lluvia de estrellas sobre nuestras cabezas para acompañarnos en un viaje que seguro no nos deja indiferentes.

No estoy asustada, sino expectante. Hambrienta de experiencias, colores, olores, ojos nuevos. Mentes nuevas. Dejo por un tiempo mis andares descosidos y me lanzo al vuelo. Ya lo echaba de menos.

“¿Qué se lleva en la maleta para un viaje así?” Buena pregunta. Supongo que espacio. Y orden. Para volver llena y despeinada. 

Para creer en la humanidad hay que ser parte de ella. Quizás yo viva en las nubes, demasiado ignorante de los peligros reales, confiada, ingenua y risueña. Pero todavía sigo viva y no he perdido la esperanza. La gente es buena. Las circunstancias no. A veces no sabemos reaccionar, nos ahogamos en mares de miedo, atacamos, se nos olvida que no estamos solos y que también hay que cuidar la compañía. 

Una vez me dijeron que un viaje es una huida. No diré que no lo es. Huyo de la rutina, de la banalidad, del mismo pensamiento lineal de cada día que nos oprime el cerebro. Huyo de mi vida para entrar en otras. Y huyo de mi pasado para alimentar mi presente. Huyo para sentirme viva. 

Siento que me esperan, que me necesitan, que si hago reír a alguien habrá merecido la pena, que cualquier diminuto gesto es bien recibido y que se lo debemos. El mundo gira demasiado rápido y cerramos los ojos y las fronteras sin apenas sentir nada. Nos consumimos en un egoísmo generalizado y normalizado. ¿Quién va a ser el primero en soltarse las cadenas?

Si pudiese cambar el mundo lo haría. Espera un momento, ¡si puedo hacerlo! Me pongo manos a la obra, entonces. 

Paz.