Estoy orgullosa de ser mujer, con mis fallos y mis aciertos, y orgullosa de ser consciente de mi posición en una sociedad hecha para hombres. El primer paso es dejar de meramente ver, para empezar a observar. Me alegro de ser capaz de percatarme de las pequeñas grandes injusticias entre géneros, y el hecho de ser parte de ese 50% de la población que se encuentra en desventaja me ayuda a canalizar la frustración buscando maneras de cambiar esta estúpida jerarquía.
Estoy orgullosa de ser "femenina" de la manera en que yo elijo serlo, y no de la manera socialmente aceptable (soy mujer, siempre voy a ser femenina, vaya palabra más vacía). Estoy orgullosa de haber conseguido llegar al punto de mi vida en el que estoy ahora, en el que sé que soy libre de hacer, decir y pensar como yo quiera, en el que me siento a gusto porque sé que las decisiones que tome las habré tomado yo y no otros, y que si hay algo que no me gusta, puedo esquivarlo. Estoy orgullosa de no haber escogido el camino fácil de la ignorancia y de no haberme conformado con las metas establecidas para las mujeres. Estoy orgullosa de saber vivir, no como una mujer, sino como un ser humano, y de tratar al resto de personas como tal.
Sin embargo, cada día lidio con más y más situaciones que me enferman, y si ser mujer en España no es fácil, en India lo es menos. Ser mujer aquí implica depender de alguien, acompañar a un hombre, formar una familia y cuidar de ella. Las mujeres indias pasan de depender económicamente de sus padres para depender de sus maridos, a los que pueden amar, o no. Los matrimonios son concertados por la familia, que puede tener en cuenta la opinión de los hijos, o no. Las mujeres deben vestir bien, tener un pelo largo y cuidado, llevar joyas caras, brillantes y cuantas más mejor, pintarse las uñas. No deben enseñar sus hombros, los pechos tienen que disimularse todo lo posible bajo su sari y jamás pueden vestir con prendas que muestren más allá de sus tobillos.
Cada vez que hablo con mujeres indias, lo primero que me preguntan es cuántos años tengo; lo segundo, por qué no estoy casada. Cuando hablo con hombres indios, lo primero que me preguntan es de dónde soy; lo segundo no es una pregunta, sino un piropo, del tipo “eres muy guapa” o “tienes un pelo muy bonito”. No llevo ni un mes en este país y ya me han gritado por la calle, me han mirado de arriba abajo, me han pedido el teléfono móvil y hasta me han tocado el culo al pasar por detrás de mí. Una pena que todo esto ya pase en España. Sin embargo, también me han seguido con la moto todo el camino hasta mi destino sin dejar de hablarme, me han gritado que me pusiera los pantalones para bañarme, me han avisado de que mi hombro se dejaba ver demasiado, me han hecho abrocharme un botón más de la camisa, me obligan a hacer filas separadas de las de los hombres y, si fumara, solo me permitirían hacerlo en determinados sitios (los hombres fuman en cualquier lugar). Me he sentido una guarra como jamás lo había hecho, y esto me hace enfadarme mucho. Siento como si estuviera encerrada en la jaula de un zoo donde humanos con pene pueden mirarme y hacer de mí lo que quieran, de donde no puedo salir y si lo intento, me lo impiden. Y la frustración aumenta al ver que nadie se da cuenta de lo injusto que es todo esto. ¿Qué debo hacer? No puedo obligar a nadie, no sé cómo hacer que ellos mismos se den cuenta, no puedo dar ejemplo porque de alguna forma, yo también arrastro cadenas. No puedo hacerlo sola, pero sí podemos hacerlo todos y todas. Ahí dejo la reflexión.
Por otro lado, si bien en cuanto a género me encuentro en el lado malo, en cuanto a color de piel me tocó nacer en el ¿bueno? Hombres y mujeres indias se me acercan y me piden una foto, no que yo la haga, sino que me la haga con ellos. Me siento como un photocall, un bicho raro superior al que todos admiran por tener la piel blanca y el pelo liso y amarillo. Los niños me saludan en inglés por la calle, me miran con ojos de plato como si fuese la primera persona blanca que ven. Las mujeres me hacen sitio para pasar por calles concurridas, apartan sillas o cajas de mi camino para que no haga malabares. ¿Debería sentirme agradecida? No lo hago. Me irrita no poder pasar desapercibida, no poder llegar nunca a integrarme como a mí me gustaría, me irrita que me traten como alguien especial cuando no lo soy, que se consideren inferiores cuando no lo son. Es irónico y a la vez desconcertante que tenga que descubrir estos dos lados de la moneda, que por un lado sea una bolsa de basura y por otro una piedra preciosa.
En una entrada anterior hablé de la importancia de conservar las diferencias entre sociedades y culturas, de cómo no podemos llegar y occidentalizarlo todo, sin embargo, esto ya no se trata solo de tradiciones, sino de derechos humanos. Se trata de acabar con el machismo imperante en todo el mundo, y del racismo – porque no deja de serlo aunque a mí me beneficie –.
Más en poco tiempo.