lunes, 26 de octubre de 2015

Ser mujer y ser blanca en la India y en el mundo

Estoy orgullosa de ser mujer, con mis fallos y mis aciertos, y orgullosa de ser consciente de mi posición en una sociedad hecha para hombres. El primer paso es dejar de meramente ver, para empezar a observar. Me alegro de ser capaz de percatarme de las pequeñas grandes injusticias entre géneros, y el hecho de ser parte de ese 50% de la población que se encuentra en desventaja me ayuda a canalizar la frustración buscando maneras de cambiar esta estúpida jerarquía. 

Estoy orgullosa de ser "femenina" de la manera en que yo elijo serlo, y no de la manera socialmente aceptable (soy mujer, siempre voy a ser femenina, vaya palabra más vacía). Estoy orgullosa de haber conseguido llegar al punto de mi vida en el que estoy ahora, en el que sé que soy libre de hacer, decir y pensar como yo quiera, en el que me siento a gusto porque sé que las decisiones que tome las habré tomado yo y no otros, y que si hay algo que no me gusta, puedo esquivarlo. Estoy orgullosa de no haber escogido el camino fácil de la ignorancia y de no haberme conformado con las metas establecidas para las mujeres. Estoy orgullosa de saber vivir, no como una mujer, sino como un ser humano, y de tratar al resto de personas como tal.

Sin embargo, cada día lidio con más y más situaciones que me enferman, y si ser mujer en España no es fácil, en India lo es menos. Ser mujer aquí implica depender de alguien, acompañar a un hombre, formar una familia y cuidar de ella. Las mujeres indias pasan de depender económicamente de sus padres para depender de sus maridos, a los que pueden amar, o no. Los matrimonios son concertados por la familia, que puede tener en cuenta la opinión de los hijos, o no. Las mujeres deben vestir bien, tener un pelo largo y cuidado, llevar joyas caras, brillantes y cuantas más mejor, pintarse las uñas. No deben enseñar sus hombros, los pechos tienen que disimularse todo lo posible bajo su sari y jamás pueden vestir con prendas que muestren más allá de sus tobillos. 

Cada vez que hablo con mujeres indias, lo primero que me preguntan es cuántos años tengo; lo segundo, por qué no estoy casada. Cuando hablo con hombres indios, lo primero que me preguntan es de dónde soy;  lo segundo no es una pregunta, sino un piropo, del tipo “eres muy guapa” o “tienes un pelo muy bonito”. No llevo ni un mes en este país y ya me han gritado por la calle, me han mirado de arriba abajo, me han pedido el teléfono móvil y hasta me han tocado el culo al pasar por detrás de mí. Una pena que todo esto ya pase en España. Sin embargo, también me han seguido con la moto todo el camino hasta mi destino sin dejar de hablarme, me han gritado que me pusiera los pantalones para bañarme, me han avisado de que mi hombro se dejaba ver demasiado, me han hecho abrocharme un botón más de la camisa, me obligan a hacer filas separadas de las de los hombres y, si fumara, solo me permitirían hacerlo en determinados sitios (los hombres fuman en cualquier lugar). Me he sentido una guarra como jamás lo había hecho, y esto me hace enfadarme mucho. Siento como si estuviera encerrada en la jaula de un zoo donde humanos con pene pueden mirarme y hacer de mí lo que quieran, de donde no puedo salir y si lo intento, me lo impiden. Y la frustración aumenta al ver que nadie se da cuenta de lo injusto que es todo esto. ¿Qué debo hacer? No puedo obligar a nadie, no sé cómo hacer que ellos mismos se den cuenta, no puedo dar ejemplo porque de alguna forma, yo también arrastro cadenas. No puedo hacerlo sola, pero sí podemos hacerlo todos y todas. Ahí dejo la reflexión.

Por otro lado, si bien en cuanto a género me encuentro en el lado malo, en cuanto a color de piel me tocó nacer en el ¿bueno? Hombres y mujeres indias se me acercan y me piden una foto, no que yo la haga, sino que me la haga con ellos. Me siento como un photocall, un bicho raro superior al que todos admiran por tener la piel blanca y el pelo liso y amarillo. Los niños me saludan en inglés por la calle, me miran con ojos de plato como si fuese la primera persona blanca que ven. Las mujeres me hacen sitio para pasar por calles concurridas, apartan sillas o cajas de mi camino para que no haga malabares. ¿Debería sentirme agradecida? No lo hago. Me irrita no poder pasar desapercibida, no poder llegar nunca a integrarme como a mí me gustaría, me irrita que me traten como alguien especial cuando no lo soy, que se consideren inferiores cuando no lo son. Es irónico y a la vez desconcertante que tenga que descubrir estos dos lados de la moneda, que por un lado sea una bolsa de basura y por otro una piedra preciosa.

En una entrada anterior hablé de la importancia de conservar las diferencias entre sociedades y culturas, de cómo no podemos llegar y occidentalizarlo todo, sin embargo, esto ya no se trata solo de tradiciones, sino de derechos humanos. Se trata de acabar con el machismo imperante en todo el mundo, y del racismo – porque no deja de serlo aunque a mí me beneficie –.

Más en poco tiempo.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Insight

Contaba con la suciedad, con el calor, con la alegría de los niños, con la humildad. Con lo que no contaba era con sentir que no hay nada que pueda hacer aquí. No en el sentido de que todos mis esfuerzos sean en vano, sino porque cada día me doy cuenta de que tengo que cambiar de perspectiva. 

Vine con la idea de ayudar a construir una sociedad distinta, bajo los cimientos de la sanidad y la vida digna. Vine preparada para encontrarme con la pobreza más extrema y las peores condiciones. Y la encontré, mirando a través de unos ojos marrones sobre piel blanca occidental. Sin embargo, cada minuto que pasa y que voy integrándome, me doy cuenta de que estaba muy equivocada. 

No quiero caer en el error de dar a entender que esta sociedad no necesita ayuda, porque sí la necesita. Aunque no menos que otras. Lo que quiero decir es que, tanto yo como otras personas provenientes del “mundo desarrollado”, no estamos aquí para corregir las acciones de esta gente y enseñarles las nuestras, como si nuestra forma de vida fuese un ejemplo a seguir – no lo es, en absoluto – estamos aquí para mostrarles la variedad del planeta, para enseñarles toda esa información que se están perdiendo a costa de vivir con lo mínimo. Estamos aquí para decirles que hay más caminos, en caso de que no estén a gusto con el que les ha sido impuesto, y estamos aquí para ofrecerles apoyo cuando lo necesiten.

En el primer mundo, o en España en concreto, nos educan con la idea de que hemos tenido mucha suerte por haber nacido en un área geográfica excepcional del planeta, es decir, donde disponemos de agua potable casi indefinidamente, donde las calles están asfaltadas, donde rara vez tendremos problemas graves de salud. Pero, ¿hasta qué punto es esto favorable? Tanta facilidad nos hace derrochadores, nos hace débiles y dependientes, nos hace hipocondríacos; y a la vez nos hace creernos poderosos, y el poder nos corrompe. Las necesidades aumentan día a día y esto nos hace egoístas, el impulso de poder, de ganar al de al lado nos hace exigirnos más de lo que deberíamos, y aquí entran el estrés, la ansiedad, la frustración, la baja autoestima, los celos, la ira. Definitivamente, no somos una sociedad ejemplar.

Definitivamente, nosotros también deberíamos aprender de otras formas de vida.

Hay quienes utilizan sus privilegios para conseguir más privilegios entre sus iguales. Y hay quienes no queremos quedarnos encerrados entre los barrotes, y apostamos por escapar de una mentalidad impuesta para encontrar la que nos haga felices.



lunes, 12 de octubre de 2015

Dioses, flores, e incienso

Cada día descubro algo nuevo. El otro día, a la salida del cole, las niñas del orfanato nos convencieron para ir cinco minutos a un templo cercano. Lo que creíamos que iban a ser cinco minutos fue más de una hora, pero mereció la pena.

Era jueves por la noche – los viernes son días de culto a los dioses (praying days, según me contó la profesora de la guardería) – se escuchaba a alguien cantar a lo lejos, pero con forme nos acercábamos al pequeño templo descubrimos que la voz provenía de allí. Nos descalzamos y entramos. Como todos los templos hindús, este no se quedaba atrás en cuanto a colores y decoración llamativa. Olía a incienso y a flores, a té y a comida. La primera impresión que me llevé de los templos de la India fue que no eran nada silenciosos, la gente hablaba en voz alta y se escuchaba el sonido de los ventiladores y de tuberías o algo parecido; pero en aquel templo todo el mundo estaba callado, escuchando a la joven que cantaba, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, mientras tocaba unos pequeños platillos al ritmo de la música. No había mucha gente. A la derecha había una mesa grande, repleta de flores de muchos tipos y la figura de alguno de los dioses hindús. Frente a la entrada había una estatua grande y girando a la izquierda entrábamos en la zona del altar, con un espacio en el suelo para sentarse a mirar a las dos figuras que estaban colocadas sobre la mesa, vestidas con telas doradas y rodeadas de velas y fruta.

Una mujer nos invitó a dejar las mochilas en una esquina y sentarnos a escuchar la ceremonia. Así lo hicimos. Nos sentamos todos con las piernas cruzadas mirando el altar y escuchando la voz femenina acompañada del sonido rítmico de los platillos y de un tambor que tocaba otro hombre, todo esto contribuía a crear una atmósfera de paz, de tranquilidad, de espiritualidad que nunca antes había visto. Las niñas conocían la canción y cantaban en voz baja mientras, de vez en cuando, nos miraban a mí y al otro voluntario para ver nuestras reacciones. Cada minuto que pasaba iba llegando más gente y se sentaba con nosotros, otro hombre más mayor nos hacía gestos con las manos para que nos sentásemos más cerca del altar y dejásemos espacio para las personas que llegaban. Después de unos quince minutos ya no podíamos apretarnos más. Hacía mucho calor y todo el mundo sudaba, pero no importaba, porque aquello era precioso. La gente rezaba juntando las manos cerca de su cara, cerrando los ojos e inclinando la cabeza hacia abajo, algunos se emocionaban y dejaban escapar alguna lágrima. Las canciones eran tranquilas, los sonidos se repetían, la gente cantaba e incluso de vez en cuando acompañaban la música con palmadas.

Cuando la chica terminó de cantar, se levantó y dejó sentarse en su mismo sitio a otra mujer más mayor. La anciana contó una historia. No entendí nada, pero me dejé llevar por los sonidos en tamil y por los gestos que ésta hacía, cambiaba frecuentemente de ritmo y velocidad al hablar así que no se me hizo pesado. Las niñas escuchaban atentas y asentían de vez en cuando.

Cuando acabó, solo se escuchó silencio mientras la mujer se levantaba. Entonces, de repente, todo el mundo empezó a cantar de nuevo, primero en voz baja y luego más alto. Mientras, otra mujer encendía un puñado de barras de incienso y la chica joven que había cantado anteriormente, iba encendiendo unos candelabros pequeños preparados junto al altar. Primero cogió el más pequeño, con solo una vela, y lo movió al son de la música en frente de las figuras de los dos dioses. Después hizo lo mismo con el candelabro de dos velas, y así sucesivamente hasta acabar con todos. El humo que las velas desprendían flotaba frente a las dos figuras, al igual que el humo del incienso. Dos hombres movían algo parecido a un abanico y un plumero de pelos muy gruesos frente a las dos figuras, otras dos mujeres les colocaron flores en los pies, después otra persona roció un poco de agua u otro líquido sobre las dos estatuas, las flores y la comida que había sobre el altar. Cuando la canción se terminó, todos los candelabros se habían apagado, todo el templo olía fuertemente a incienso y las dos figuras estaban repletas de flores.

La ceremonia había terminado, y todo el mundo se puso en pie y comenzó a formar una fila para pasar por detrás del altar, yo me retiré, junto con el otro voluntario, pero una de las mujeres que habían participado me dijo que me pusiera en la fila y que viese todo, así que le hice caso. Intenté que mi compañero viniese conmigo pero él prefirió mantenerse al márgen. Al pasar por detrás del altar me pintaron una línea en la frente con unos polvos blancos y un punto de color rojo, después, la fila pasaba por detrás de la estatua grande que había frente a la puerta, la gente delante de mi ponía la mano derecha en forma de cazo y otra mujer les echaba un poco de té, hice lo mismo y me lo bebí, después repitieron lo mismo con leche. Continué en la fila, que parecía no acabar, una mujer me dio flores, y al mirarme supo quién era, me dijo que ella trabajaba en Prime Trust, que es la ONG en la que estoy, me sonrió amablemente y continué en recorrido, antes de salir del templo, un hombre me dio un plato de papel y a la salida, un grupo de mujeres esperaban para repartir arroz, verduras y otras cosas que desconocía. Finalmente busqué mis sandalias, me las puse y me dirigí a dónde me esperaban todas las niñas. Nos comimos el plato por el camino, con la mano, claro. Todas estaban contentas, incluso una de las más pequeñas que se había pasado la tarde llorando, estaba feliz y reía. Yo también lo estaba.

No conozco mucho acerca de esta religión, ni sobre la cultura india, pero aunque no la comparta o no esté de acuerdo con muchas de las reglas sociales, reconozco que es preciosa y que vale la pena mantener la mente abierta y conocer acerca de todo lo posible con el fin de crear un criterio propio. Nadie es mejor que nadie, sino que cada uno ve las cosas desde sus propios ojos, una vez aprendido esto me quito un peso de encima y continúo caminando descalza.

martes, 6 de octubre de 2015

Riquezas

 Empiezo a sentirme cada vez más cómoda en este otro mundo que tanta pena nos da en los países “desarrollados”. Incluso empiezo a dudar sobre quiénes necesitan más ayuda. Quizás aquí vivan entre suciedad y basura, estén expuestos a muchísimas enfermedades y no dispongan de las facilidades de las que en España u otros países disponemos; pero no consideran necesarias muchas de las cosas sin las que mucha gente no sabría vivir y, lo más importante, son felices. Somos expertos en crear necesidades, y aquí estoy aprendiendo a desprenderme del mayor número posible.

Los niños son iguales en cualquier país, exceptuando algunas diferencias culturales. Los niños y niñas indios andan descalzos y comen con la mano como todo el mundo aquí, tampoco tienen problema en comerse algo que se ha caído al suelo y tienen mucha más libertad para moverse, jugar o salir a la calle. Los niños españoles están sobrevigilados, se les educa para tener cuidado con todo porque todo es peligroso. En el parque los padres corren alarmados hacia su hijo/a si se cae del columpio, aquí juegan a su aire, se caen y se dan golpes pero siguen, a veces la profesora se tropieza con ellos y continúa sin disculparse, salen a la calle y caminan entre el caos de coches y motos como si no pasara nada mientras a mí y a mis compañeras, también voluntarias, casi nos da un infarto.

La gente en la India es muy muy muy tranquila. Nunca tienen prisa y, aunque empiezo a acostumbrarme, todavía siento que pierdo el tiempo sin hacer nada. Pero ellos nunca pierden el tiempo, disfrutan cada segundo, toman té con leche y muchísimo azúcar a todas horas y charlan sobre cualquier tema, disfrutan incluso de los silencios (incómodos, para cualquiera de nosotros) que se crean a veces durante una conversación. 

Cuanto más tiempo paso aquí más me doy cuenta de lo increíblemente relativa que es la pobreza. La valoramos en función de las pertenencias materiales que tenemos, cuando en realidad lo verdaderamente importante es lo que no se puede tocar, la manera en que tú mismo/a configuras la realidad en tu cabeza. Se puede vivir sin televisión, sin agua potable en el grifo de casa, con un solo par de zapatos, se puede vivir sin horno, sin microondas, sin poder regular la temperatura del agua de la ducha. Se puede aprender sin mesas y sillas en la escuela y se puede ser feliz con casi nada. 



lunes, 5 de octubre de 2015

Primeras impresiones

Los sueños se cumplen, basta con poner empeño y no detenerte hasta conseguirlo. Escribo una vez asentada en Pondicherry, después de dos larguísimos días de viaje y un intenso primer día descubriendo la realidad. Y la realidad no tiene nada que ver con lo que imaginamos. 

Todo es muy bonito, voy descubriendo la cultura y las diferencias que voy encontrado hacen de esto una experiencia cada vez más valiosa. La cuidad es preciosa, llena de colores, de casas pintadas y de muchísimas personas que con sus trajes parecen parte del decorado en cada una de las fotos que hago. Nunca había visto un mercado con pavos sueltos, ni con tantos alimentos que no conozco juntos. He comido arroz con salsas de verduras que no había visto nunca (con la mano, por cierto), un elefante me ha tocado la cabeza a la entrada de un templo y he regateado para montar en “tuc-tuc”.

He empezado a descubrir también el lado oscuro de todo esto, que al fin y al cabo era a lo que venía. El primer shock me lo llevé durante el aterrizaje de mi segundo avión en Bombay. En lo alto todo parecía precioso, todo muy verde, con mucha vegetación, pero conforme íbamos disminuyendo la altura y acercándonos a la ciudad mi opinión cambió totalmente. Primero se veían edificios altos, blancos, “tampoco está tan mal” pensé, pero después empecé a darme cuenta de que toda la zona que rodeaba al aeropuerto estaba llena de casitas bajas. Y esas casas no eran casas, eran chabolas con techos de chapa sujetos con piedras, amontonadas unas a otras y hacinadas de manera que apenas había espacio entre ellas. Esta visión ocupaba la gran parte de la ciudad, incluso llegando a la valla metálica que delimitaba el territorio del aeropuerto. Un aeropuerto enorme.

Una vez en Pondicherry también he podido comprobar que las calles están realmente sucias, el ambiente es tan húmedo que todos los olores quedan retenidos y sumados al calor asfixiante y al sudor de todo el mundo hace que a veces sea difícil respirar, aunque después de un rato te acostumbras. Hay muchísimas vacas por la calle, andan a sus anchas y nadie las molesta, pero no pasa lo mismo con los perros. Los perros están enfermos, tienen pulgas y comen de la basura, todos parecen cachorros, y posiblemente lo sean, ya que también posiblemente mueran jóvenes. Los hombres tienen el control en cualquier situación, he visto cómo un hombre siempre manda sobre las mujeres y cómo estas simplemente obedecen, sin siquiera cuestionarse por qué lo hacen, no me habría llamado la atención si no conociese la gravedad de tal injusticia.

A pesar de todo esto y lo malo que parece, la gente vive aquí, y vive feliz. Me sorprende que en los países europeos llamemos vivienda digna a una casa en unas condiciones que aquí solo se pueden permitir los más ricos, o que hablemos de la desgracia de tener un mal trabajo cuando aquí se trabaja regateando a precios bajísimos, o que nos quejemos de un baño sucio en un restaurante cuando aquí lo único que hay es un agujero en el suelo. Y recuerdo que los zapatos siempre se quedan en la puerta de la calle. Creo que a veces deberíamos dejar de exagerar los males y aprender a vivir de la manera en que se nos presenten las cosas.

Más, próximamente.